VIDA GUIRI
Siempre he querido ser guiri, mejor dicho, llevar vida de guiri. Cuando yo era un jovenzuelo envidiaba la vida que se pegaban los guiris en mi Sevilla natal. Yo los veía sentados en las terrazas de los bares bebiendo botellas de vino blanco que les ponían en cubileteros con hielo, cosa fina en aquella época y al alcance de pocos, ya que sólo lo servían así en sitios elegantes y nunca en los bares de barrios populares que yo frecuentaba. Me quedaba atónito al observar que se podían permitir largas vacaciones en países extranjeros, beber sin freno, comer en restaurantes y dormir en hoteles. Me maravillaba la elegancia con que soportaban las clavadas de precios, abultamientos de facturas y otras formas de currarlos, que los camareros y otros profesionales del sector hostelero les infringían y además ¡daban propinas! Hablo de cuando yo tenía quince años, en las postrimerías del franquismo en una Sevilla que empezaba a despegar del subdesarrollo pero que aún le quedaba mucho “pa la Expo”. Entonces yo pensaba que realmente en guirilandia ataban a los perros con longanizas. Claro, yo entonces no sabía nada de las fluctuaciones de las divisas y lo barato que le suponía a un guiri centroeuropeo o norteamericano pasar unas vacaciones en España. Tener vida guiri no es pasar tres días en una ciudad con un viaje organizado o por libre. No, tener vida guiri es pasar una larga temporada en una ciudad, intentar adaptarte a la vida de sus gentes, hacer amigos locales, chapurrear el idioma y participar en los festejos populares. Perder la vergüenza e intentar usar ciertas expresiones locales. El máximo nivel de guiri que puede alcanzar el extranjero en España es cuando, en español, se refiere a sí mismo como guiri. También se tiene gran nivel de guiri cuando se viste con el traje regional, aunque sólo sea un detalle de la vestimenta en las festividades de los nativos. Inenarrable la imagen del guiri con sombrero cordobés de cartón y clavel en la solapa pidiendo una botella de manzanilla en una típica bodega en la zona del Arenal de Sevilla, dirigiéndose al camarero de esa guisa y con un acento de quién sabe dónde: “Amigo, pongo una botellia de manzanilla con una gacioncita de la pata negra del jamon bien desparchado…”, rodeado de colegas locales que acaba de conocer y que le jalean la gracia: ¡Qué arte tiene el guiri! Y, para que no falte nada en el cuadro, un gitanito buscavidas aporreando una guitarra y que también se apunta al fiestorro. Esta imagen ya no se da con frecuencia debido a que, aunque el guiri siga siendo guiri, la peseta ya no es la moneda a gastar.
Como decía al principio, yo siempre he querido llevar vida de guiri. Cuando pasé de la adolescencia a tener picores en la entrepierna, a mí me daba mucho coraje que cuando entraba un guiri en el bar de ambiente que yo frecuentaba, ahora hablo de los años 78-80, muchos de los tipos a los que yo pretendía ligar le dirigían toda la atención. No sólo era porque el guiri fuera guapo, alto, rubio o moreno exótico, con dentadura de anuncio de dentífrico y vistiera a la última, marcando paquete y un culo que pedía un homenaje. No, querían ligarlo porque era guiri. Y a mí me daba mucho coraje no serlo.
Mi primer revolcón completo con un guiri sería cuando yo tenía alrededor de 22 años. Lo conocí en un pub de Sevilla. Mi modestia no me impide decir que yo no fui detrás de él, fue él quien vino a mí. La noche que lo conocí no hicimos nada, él se quería retirar temprano para madrugar y hacer turismo. Quedamos citados para el día siguiente por la tarde, en una céntrica cafetería. Nos tomamos un par de cervezas y me propuso que fuéramos a su hotel y yo acepté. El tenía más o menos mi edad, era alemán y hablaba el suficiente español como para que nos entendiéramos medianamente. En aquella época yo apenas había viajado al extranjero, sólo a Portugal, y mi inglés eran cuatro frases hechas. Este último aspecto tampoco ha mejorado mucho. Su hotel, sin ser de lujo, era más que aceptable, pasamos muy buen rato y después me dijo que le gustaría cenar conmigo, que él me invitaba. Acepte la invitación después de hacerme rogar algo, aunque yo estaba deseando. Como ya he dicho, yo y muchos en aquella época de mi adolescencia y primera juventud, pensábamos que en el extranjero todo era maravilloso, mucha libertad, mucho sexo y un nivel de vida extraordinario casi sin trabajar, ya que todo lo hacían las máquinas, y en España había que sudar. Situación que alentaban nuestros familiares emigrados que cuando venían de vacaciones nos contaban que pasando los Pirineos se vivía de maravilla. Supongo que se ahorraban contarnos las penalidades que algunos pasaban para no preocupar a la familia que se quedaba aquí. O algún amigo más lanzado que se iba a Londres diciéndole a sus padres que era para estudiar inglés y lo que realmente estudiaba era la anatomía de los ingleses. Cuando venían a España nos contaban maravillas olvidándose de decirnos que trabajaban 10 horas diarias fregando platos en un cutre restaurante del Soho y viviendo en un cuchitril. Pero guirilandia era fantástica y se follaba a reventar, así que más ganas nos entraba de llevar vida de guiri. Evidentemente, se vivía mucho mejor en la Europa democrática que en la España franquista. Pues eso, yo pensaba que en guirilandia se ataban los perros con longanizas, pero cuando empecé a follar con guiris también empecé a comprender que en muchos casos se ataban con mortadela de la barata.
En la sobremesa de la cena, Andrea (como en éste, en muchos casos pondré nombres imaginados para conservar el anonimato de algunas de las personas que mencionaré en mi bitácora) me contó que iba a estar un mes por España, y que visitaba varias ciudades. Que además de alemán hablaba inglés y francés correctamente y que se defendía en italiano y español. Que conocía casi todos los países de Europa occidental y que también había estado en Nueva York. Eso con veintitrés años. Yo alucinaba y me apenaba no ser guiri. Pensaba para mis adentros que me acababa de follar al hijo de algún magnate de la industria pesada alemana, o a algún aristócrata. Pero mi sorpresa fue el saber que trabajaba de mozo de almacén en una fábrica de aceros. Mira, no me equivoqué del todo, algo tenía que ver con la industria pesada. Que se levantaba a las cinco de la mañana y que por la tarde estudiaba ingeniería. Durante todo un año ahorraba y en sus vacaciones hacia estos viajes, y que en España el nivel de vida permitía algunos lujos. Así que no era todo de color de rosas, hacia falta esfuerzo y, evidentemente, unos mejores salarios para poder llevar vida de guiri.
Ahora, yo, después de tantos años anhelando llevar vida de guiri, por fin lo voy a poder hacer y nada menos que ser guiri en las antípodas y aunque ya he aprendido que la longaniza está muy buena en los guisos y en los bocadillos y no sirve para atar perros, me hace mucha ilusión ser guiri. Ya iré contando.
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