domingo, mayo 21, 2006







Billares


En Australia hay una gran afición al juego del billar. Raro es el pub o bar que no cuente con al menos una mesa de este juego de bolas, tacos y agujeros. En los bares de ambiente gay tampoco faltan las mesas de billar, así que no es nada raro ver a los gays, muchos de ellos osos, armados con el taco y tratando de meter las bolas en el agujero.

Yo nunca he sido aficionado al billar, pero frecuenté billares cuando joven. Casi a diario iba a una pequeña sala de juegos que había en mi barrio de Sevilla. Allí nos reuníamos los amigos para echar una partida de billar, futbolín o de máquina Petaco o flippers, que es como entonces llamábamos a las pinballs. Éramos amigos y vivíamos en el mismo barrio donde me crié, compañeros de colegio y algunos también vecinos del mismo bloque de pisos. Teníamos esa sana camaradería de nuestros años adolescentes y compartíamos muchas cosas, desde el bocadillo de mortadela de la merienda a los cigarrillos sueltos que comprábamos en el quiosco. Fumábamos y después de cada calada al pitillo, casi compulsivamente y al unísono, escupíamos saliva entre los dientes. Eso nos parecía muy de machos. Nos intercambiábamos o nos jugábamos estampas de futbolistas y hablábamos de tebeos (comic), de fútbol, de cómo nos había ido el día en el colegio y de lo mamón que era Don Jacinto, el más odiado de los maestros de nuestro “cole”. También hablábamos de sexo y de los cambios que estaban sufriendo nuestros cuerpos, casi siempre exagerando y, por supuesto, independientemente de lo que de verdad nos pudiera gustar, hablábamos de chicas, de lo buena que estaba tal chavala, aunque por la edad era más imaginación que conocimiento. A veces la conversación acababa en erección, cosa que, al menos para mí, era lo más divertido, ya que el siguiente paso era la paja y, como la cabra siempre tira al monte, incluso desde joven, algunos nos las ingeniábamos para que la paja no fuera solitaria. ¡Bendita edad!

Años después, al final de los 70, de vez en cuando me daba una vuelta por el Café Madrid, unos billares que había en la calle Sierpes de Sevilla y que no tenían la inocencia del billar de mi barrio. En esos billares se reunía una variopinta fauna y, como ya decía en una anterior entrada de este blog titulada “Tatuajes”, entre los asiduos del local estaban muchos jóvenes chaperos que mercadeaban con sus cuerpos y homosexuales que acudían a comprar carne. Aunque los años de posguerra ya quedaban lejos, no debía ser muy diferente al ambiente del billar que retrata Cela en “La colmena”, donde los personajes homosexuales de la novela, Don Julián “la fotógrafa” y “El Astilla”, iban a los billares “a ver posturas”. En la zona de billares del Café Madrid era frecuente ver a los jóvenes chaperos jugar en las máquinas Petaco y alrededor de ellos a algunos “carrozas” pendientes del movimiento de las bolas, que parecían ser impulsadas por la pelvis del chulo más que por los flippers. Algunos no iban sólo “a ver posturas” sino a llevarse a algún “posturitas” a una de las pensiones cercanas y olvidarse por pocas pesetas de la penuria, de la homofobia y del ambiente cutre y casposo que se vivía en aquellos años.

Estos billares de Sevilla también eran frecuentados por jugadores “profesionales”, tipos que se pasaban allí todo el día jugándose el dinero. Sobre el tapete de las mesas se podían ver las apuestas y, en alguna ocasión, vi cantidades de dinero que en aquella época me parecían importantes, con billetes del color del tapete. Ninguno de estos “profesionales” se parecía a Paul Newman en “El buscavidas”. La apariencia de estos buscavidas era la propia de los residentes de los barrios más marginales de la Sevilla de entonces. Los dedos que utilizaban para apoyar la parte delantera del taco a modo de arco estaban amarilleados por la nicotina, las uñas sucias y largas, especialmente las de los dedos meñiques, y sus ropas baratas tampoco estaban en muy buenas condiciones. Sus prematuras arrugas reflejaban la penuria de sus vidas. El alcoholismo, la marginalidad, la falta de trabajo fijo y, en algunos casos, sus antecedentes delictivos hacían que fuera casi imposible salir de ese modo de vida. Algunos lucían grandes anillos o pulseras esclavas de oro, probablemente compradas a algún ditero que les cobraba intereses usureros o eran joyas recibidas como pago por servicios poco legales. Si te acercabas a ellos por la mañana cuando estaban recién levantados, aunque no se hubieran duchado, olían como si se hubieran bañado en colonia barata comprada a granel. Entre los “profesionales” del billar había un hombre que me llamaba la atención por lo grueso que estaba. Tenía que presionar su blanda barriga sobre las bandas de la mesa para poder llegar con el taco a la bola. No se parecía en nada a “el Gordo de Minnesota” (la foto en blanco y negro), papel interpretado magistralmente por Jackie Gleason en la película “El buscavidas”. El compañero de reparto de Paul Newman era mucho más elegante.

Los trileros, los “profesionales” del timo de “¿dónde está la bolita?”, también frecuentaban el billar de la calle Sierpes. Después de haber pegado el sablazo a algún guiri, a algún pueblerino o a algún “enterao”, que pensaba que sus ojos eran más rápidos que las manos del trilero, se repartían los beneficios en algún rincón de los billares. Solían ser muchos a repartir. El negocio necesitaba mucha gente: trilero, ganchos, avistadores y una gran caterva de gente que garantizaba la integridad física del trilero si un “primo” estafado se rebotaba. Las herramientas del negocio eran pocas: unas bolitas de papel, unos pequeños cubiletes o chapas de cerveza, aunque algunos también usaban naipes arqueados a lo largo, y una caja grande de cartón vacía. Y como local, toda la calle Sierpes. A veces se les veía entrar en tropel por la pequeña puerta lateral de los billares que daba a la calle Rivero. La precipitada entrada era debida a que alguno de los avistadores se había percatado de la presencia de algún policía municipal aproximándose al negocio y había gritado “¡agua!”. Cuando pegaban algún palo, y antes de que el incauto reaccionara, el trilero y sus “socios” huían corriendo, cada uno por alguna de las bocacalles de Sierpes, pero al final el “consejo de administración” se reunía en el billar.

Como ya habréis observado, los amigos que aparecen en la foto con la que ilustro esta entrada, fotografía que hice hace poco en una fiesta del Club Bear de Sydney, tienen un “look” infinitamente mejor que los buscavidas que he descrito de la Sevilla de mis años juveniles.

3 comentarios:

Noor! dijo...

bueno me imagino en la segunda foto desnudo puesto boca arriba junto a esos ositos ricos asi de rudos y vigorosos....

Unknown dijo...

muchas gracias... y cuándo vuelves? jajajaja... intentaré escribir más a menudo... pero es que los exámenes ahora no me dejan...
todos los besos de las rojas azoteas

*Raul* dijo...

CUENTO DEL BURRO
El doctor recien graduado es asignado a una zona rural y al cabo de unos meses se da cuenta que no habia ninguna mujer en el pueblo y que eran todos hombres. Despues de tomar un poco de confianza le pregunta a uno de sus pacientes: ¿Que que hacian ellos cuando tenian necesidad de sexo?, y el paciente le respondio que iban al rio. Llego el fin de semana y el doctor se fue al rio, en donde se encontro una enorme fila de hombres parados a la orilla. Al ser tan conocido en el pueblo, los lugareños le ceden el puesto al doctor, hasta que llega a ocupar el primer lugar. Al mirar adelante el doctor se da cuenta que hay un burro, y piensa : ".. Caramba ! ... ¿tener sexo con un animal? Pobre gente ! Y yo no puedo negarme ahora que tan gentilmente me han cedido sus puestos..." A los quince minutos del doctor estar desnudo y pegado por detras del burro, mientras todos los hombres de la fila miraban con respeto como besaba al burro, le mordia las orejas y sudando le agarraba sus tetillas.. uno de los hombres se le acerco sigilosamente y le pregunta : "..Doctor le falta mucho?, porque necesitamos el burro para cruzar el rio... del otro lado estan las mujeres....!!"